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Historias de Vida

David encontró en el campo una bebé recién nacida. Reencontrarla le llevaría 58 años

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ENERO 27 , 2021

Entre los matojos había una bebé diminuta recién nacida de pelo oscuro en un envoltorio hecho con una toalla blanca, mojada.


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Al final de una larga jornada de caza de ardillas cerca de su casa, en Richmond, Indiana, David Hickman, de 14 años, se sentó a la orilla de un camino rural a desollar las presas con su abuelo, Clay Smith. Estaba absorto en los ruidos del bosque: el susurro del follaje en el viento de septiembre, los saltos de los pájaros en las ramas…

Entonces oyó una especie de arrullo extraño que le produjo un escalofrío.



—¿Oíste eso? —le preguntó a su abuelo, con tensión en la voz.

—Debe de ser un animal —contestó Clay sin inmutarse.

David llevaba todo el día oyendo animales. Eso era distinto. Se levantó.

—Voy a ver qué es —dijo.

Siguió el ruido caminando unos 60 metros junto a la cerca que separaba el bosque del camino. Parecía que el arrullo provenía del bosque. Saltó la cerca por encima de un poste, evitando el alambre de púas que sobresalía de la punta; miró al suelo y vio un bebé.

Entre los matojos había una diminuta recién nacida de pelo oscuro en un envoltorio hecho con una toalla blanca, mojada. Acuclillándose junto a ella, David le gritó a su abuelo:

—¡Aquí hay un bebé!

Clay corrió allí.

—No lo toques —le dijo—. Déjame verlo.

El abuelo miró a la bebé, y bajo la toalla alcanzó a ver que aún tenía un trozo de cordón umbilical unido al vientre. La toalla estaba ensangrentada debido a unas cortaduras en el torso y el brazo izquierdo de la niña, causadas quizá por el alambre de púas o por las ramas de los arbustos. Aunque David sabía poco de bebés, la pequeñez y fragilidad de aquélla lo impresionaron. Tenía los labios azulados, pero estaba viva.

—Será mejor no tocarla —repitió Clay—. Podríamos hacerle más mal que bien. Hay que buscar ayuda.

Muy a su pesar, dejaron a la niña en la hierba y fueron corriendo a una casa cercana para llamar a la policía. Al poco rato el ayudante del alguacil trasladó a la recién nacida al Hospital Reid Memorial, en Richmond.

Esa noche, en el hospital, David le describió varias veces a la policía el ruido que había oído y el horror que sintió al ver a la bebé entre los matojos. Alcanzó a oír a los agentes hablar sobre la toalla mojada, un indicio de que la recién nacida había sobrevivido a un aguacero matutino que hizo bajar la temperatura a entre 10 y 15 ºC. Con razón estaba tan débil y fría, pensó el muchacho.

David y su abuelo sabían que la pequeña estaba enferma cuando la encontraron, pero pasaron varios días sin que el alguacil ni el hospital les dieran más informes sobre ella. No obstante, se enteraron de que las trabajadoras sociales le habían puesto el nombre de Roseann Wayne: Rose por el lema de Richmond, Ciudad de las Rosas, y Wayne por el condado.

Pocos meses después llamaron a David a la dirección de la escuela secundaria a la que asistía, y vio con sorpresa que lo buscaban dos enfermeras; una de ellas, acercándole a la bebé envuelta en una manta, le dijo:

—Dave, la trajimos para que te despidas de ella. La van a adoptar.

Ansioso, él la tomó en brazos por primera vez, admirado de su buen aspecto, tan distinto al estado en que la había encontrado en el bosque. Corría el año de 1955.

No podía olvidar a la pequeña

Andando el tiempo Clay, el abuelo de David, trató de localizar a Roseann, pero no pudo porque los registros de adopción de Indiana son confidenciales.

David, en cambio, intentó olvidarla. Después de terminar el bachillerato en Richmond, prestó servicio durante tres años en el Ejército y luego se estableció en Florida, adonde se habían mudado sus padres y sus abuelos. Consiguió un empleo en la construcción de casas y el diseño de sistemas de aire acondicionado. En 1966 se casó con Gaile, con quien tuvo dos hijos. En 2006 David y Gaile se mudaron a Vonore, Tennessee.

Aunque David se sentía realizado, a menudo le venía a la memoria la imagen de la recién nacida de labios azulados en el bosque. “Me dolía darme cuenta de que alguien la había abandonado allí a una muerte segura”, dice. Aunque no esperaba volver a ver a Roseann, no podía evitar preguntarse si estaba sana y era feliz.

Gaile comprendía que él se preocupara por Roseann como si fuera su hija. A veces lo sorprendía en el porche trasero con la mirada fija en la lejanía. “Veía el dolor en sus ojos”, cuenta. “Nunca dejé de pensar en la bebé que había encontrado”.

En los viajes que hacía cada año a Richmond para pescar, David visitaba al alguacil, el hospital y la redacción del diario local, pero nunca le dieron noticias de Roseann. Aparte de unos viejos recortes de periódico, “era como si nunca hubiera existido”, dice.

¿Y qué pasón con Roseann?

De niña, Ellen quería mucho a sus padres adoptivos, Merwin y Marga Test, pero detestaba las cicatrices que le marcaban la cara, el brazo y el torso del lado izquierdo. “”De qué son?”, le preguntaba a su madre, y ella se limitaba a contestarle: “Algunas veces los hijos adoptivos tienen cicatrices”.

Cuando Ellen les preguntaba sobre su origen y quiénes eran sus padres biológicos, ellos le respondían con evasivas. Sabía que le ocultaban algo.

Aun así, los Test le aseguraban que ser adoptiva significaba que la habían elegido, que era especial; prueba de ello eran las clases de natación y de ballet, las fiestas de cumpleaños y los campamentos que le prodigaban. Cuando Ellen tenía nueve años, se mudaron de Maryland a una ciudad pequeña de California, y más adelante sus padres incluso le compraron un caballo para que lo montara.



En 1982, cuando Ellen tenía 27 años y dos hijos pequeños, decidió aclarar el misterio de su origen. Según su acta de nacimiento, había nacido en Richmond, Indiana, donde aún vivían sus abuelos y primos adoptivos. Si había secretos oscuros, sospechaba que allí podría descubrirlos, de manera que ese verano tomó un vuelo a Richmond para indagar.

En el juzgado del condado de Wayne, un empleado le mostró un grueso expediente: sus documentos de adopción. Pero tras un titubeo, le dijo a Ellen:

—Lo siento, no puede verlo. Indiana tiene una ley de confidencialidad de adopciones.

Venciendo el impulso de arrebatarle el expediente y echar a correr, Ellen fue a la biblioteca de enfrente y consultó las microfichas del diario local correspondientes a septiembre de 1955, el mes en que había nacido; esperaba encontrar un anuncio del hospital. No bien llevaba 15 minutos revisando las microfichas, se encontró con un titular de primera plana: “Recién nacida hallada en el bosque en Boston [un pueblo de Indiana]”.

El 22 de septiembre de 1955, decía la nota, David Hickman, un muchacho de 14 años, oyó ruidos extraños que resultaron ser de una recién nacida. Bajo el titular había una foto en blanco y negro de una enfermera con un bebé de pelo oscuro en brazos. ¡Ay, qué triste!, pensó Ellen. Y en seguida:Un momento: podría ser yo. Esa noche averiguó el número telefónico de Corky Cordell, el alguacil mencionado en el artículo, y lo marcó.

—Señor Cordell, “se acuerda de una recién nacida encontrada en el bosque hace 27 años? —le dijo.

—¡Sí! —exclamó él—. ¡Usted vive en California y tiene dos hijos!

—¿Cómo sabe eso? —repuso Ellen, atónita.

—No he dejado de seguirle la pista toda su vida —dijo Cordell, y le explicó que su oficina nunca había identificado a sus padres biológicos. Una trabajadora social la había dado en adopción a una pareja que tenía parientes allá, pero que vivía en Maryland: los Test. La tarjeta de Navidad que ellos le enviaban cada año a la trabajadora social había mantenido a Cordell al tanto de la vida de Ellen.

Cordell añadió que al principio no se llamaba Ellen. Durante tres meses la habían llamado Roseann Wayne.

Conocer la verdad sobre su identidad traumatizó a Ellen. Cuando volvió a California, su padre, por fin resignado a revelársela, le explicó que su esposa y él pensaban que era “demasiado terrible”. Quizá hicieron bien en no decírmela, pensó ella. La asqueaba pensar que alguien fuera capaz de abandonar un bebé en el bosque.

Antes de partir de Richmond, Ellen averiguó la dirección del único David Hickman que figuraba en la guía de teléfonos. Aunque tenía preguntas para él, quería sobre todo darle las gracias. Resultó ser un homónimo. El David Hickman que acabaría por encontrarla, entonces un hombre de 41 años, se había ido a otra ciudad.

Está bien, señor, dijo Ellen para sus adentros. Si algún día he de conocerlo, tú harás que eso suceda.

El encuentro

En 2013, cuando David, a sus 73 años, estaba a punto de rendirse (“Quizá no es mi destino dar con ella”, le decía a Gaile), un conocido le aconsejó que acudiera a un ayudante de alcalde jubilado de nombre John Catey.

—¿Por qué no hacemos un último intento? —le propuso Gaile a David, y entonces telefonearon a Catey.

—Voy a hacer todo lo que pueda para reunirlo con esa persona antes de la Navidad —prometió este.

Tras hablar con más de 80 personas ya muy mayores de Richmond, Catey ató cabos. Alguien sabía que a la pequeña Roseann le habían cambiado el nombre por el de Ellen, y que su apellido empezaba con T. Los padres adoptivos se habían mudado a Arizona. ¿O era California? Un día Catey fue por casualidad a la casa de Kevin Shendler y vio allí una vieja foto de los tíos de este: Merwin y Marga Test. Kevin le confirmó que sus tíos habían adoptado una bebé en 1955.

El 21 de diciembre de 2013 Ellen contestó el teléfono en su trabajo

—Soy Dave Hickman —dijo el hombre que llamaba.

—¡Desde hace tanto quería hablar con usted! —repuso Ellen, y entonces añadió para tranquilizarlo—: Dave, ¡mi vida ha sido maravillosa!

David llevaba 58 años soñando con ese momento. Ellen le dijo que estaba felizmente casada y tenía dos hijos adultos y cuatro hermosos nietos. La vida le había sonreído.

En mayo de 2014, luego de muchos mensajes electrónicos y conversaciones telefónicas semanales, Ellen y David se reunieron en Richmond. Recorrieron en auto el camino rural donde hacía tantos años David y su abuelo se habían sentado a desollar ardillas. David le enseñó el lugar, al otro lado de una alambrada de púas de 1.50 metros de alto, donde había encontrado a la pequeña Roseann, luego llamada Ellen Test.

De haber estado a tres metros de distancia del poste que había saltado, tal vez no la habría visto. Lo más probable era que la hubieran pasado por encima de la cerca y soltado entre las matas.

Ellen lo miró a los ojos y le dijo:

—Si no fuera por usted, seguramente habría muerto.

“La gracia de Dios me llevó hasta allí”, dice David ahora. “Durante 58 años me pregunté qué habría sido de aquella bebé. Es como un cuento de hadas con un muy mal comienzo y un final maravilloso”.



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