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Familia

Ladrón de corazones

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SEPTIEMBRE 19 , 2016

En Hong Kong, una rata macho callejera cambió la vida de una joven pareja. Cuando lo encontramos, estaba ciego y hecho una sopa, tirado en un callejón, medio muerto. Una vez que conseguía, a duras…


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En Hong Kong, una rata macho callejera cambió la vida de una joven pareja.

Cuando lo encontramos, estaba ciego y hecho una sopa, tirado en un callejón, medio muerto. Una vez que conseguía, a duras penas, levantarse, se inclinaba hacia un lado y volvía a caer. Lo observamos un momento, horrorizados; luego, como no podíamos dejarlo morir allí, lo recogimos y lo llevamos a la casa. 



Lo depositamos con cuidado sobre la cubierta blanca de la cocina. Tras la luz mortecina del monzón que reinaba afuera, la cocina parecía tan luminosa y tranquila como un quirófano. Mi novio, Colin, lo metió en una caja de Tiffany color turquesa. Le pusimos Tiffany y, después, señor Tiffany, pero la mayoría de las veces lo llamábamos señor T. 

Esa noche, mientras yo me quedaba acostada en la cama sin querer enterarme de la inevitable muerte del animalito, Colin lo cuidó dándole cada hora leche y bebidas energéticas con un gotero.

Era una rata callejera de unos pocos días de nacida. Su vida había empezado en el mugriento callejón que había junto a nuestro apartamento, en Hong Kong, y para casi toda la gente no habría sido más que un foco de infección. Nosotros, en cambio, vimos en él una vida frágil y misteriosa, y al cabo de tres años llegamos a considerarlo un alma única.

El señor T llegó a nuestra vida en una época de transición. Teníamos decidido casarnos dentro de tres meses y yo trabajaba siete días a la semana, por lo general hasta bien entrada la noche. Mi trabajo como corresponsal en el extranjero me obligaba a viajar constantemente por todo el mundo; hasta tener muebles propios me parecía una enorme responsabilidad.

Intentaba no pensar en las consecuencias de esa vida en el futuro. Colin y yo pensábamos tener hijos algún día, pero había noches que apenas nos quedaba tiempo para cenar. No entraba en mis planes recoger una rata moribunda que requería muchos cuidados para sobrevivir.

Por eso, cuando al otro día Colin y yo vimos que el señor T milagrosamente seguía respirando, resolvimos dejarlo en libertad en cuanto se recuperara del todo. Había sobrevivido, pero era un animal salvaje que merecía vivir entre los de su especie. Además, ambos habíamos leído la larga lista de enfermedades virulentas que transmiten los roedores.

Yo no quería encariñarme con él, así que lo rehuía como… a la peste. Sin embargo, conforme pasaban las semanas y el pequeño señor T iba recuperando fuerzas, no podíamos menos que celebrar sus progresos: el momento en que, una semana después de que lo encontramos, abrió los ojos sobre la palma de Colin; la noche en que le perdió el miedo a las baldosas brillantes del piso; el día en que convirtió una bicicleta en un parque de juegos, con los ojos radiantes de emoción mientras trepaba a los pedales.

El señor T empezó a sentirse como en casa: confiscaba la correspondencia, los bolígrafos y trozos de pizza enteros, y los metía a rastras debajo del sofá. Luego, de tanto roer el mueble por dentro, acabó por hacerse allí una madriguera. Estaba claro que quería quedarse una buena temporada. Pero, ¿podíamos realmente quedarnos con él? Por otra parte, ¿estaría preparado para volver al callejón? 



Telefoneamos a un profesor de la Universidad de Oxford especializado en el comportamiento de las ratas. Nos dijo que las ratas domesticadas a las que se deja en libertad empiezan a actuar como sus congéneres salvajes al cabo de pocas horas. Nada nos impedía decirle adiós al señor T y seguir con nuestra vida. 

Nada, excepto el hecho de que no podíamos resistirnos a sus encantos. Ya había empezado a enseñarnos a quererlo y cuidarlo. 

Al volcar sus platos de comida, o al dejarlos intactos, nos dejó claro que la mayoría de las verduras —zanahorias, ejotes, pimientos— le parecían incomibles, a menos que estuvieran bañadas de mantequilla. Podía comer chícharos, pero sólo pelados; las hojas del brócoli, mas nunca los tallos, y arándanos azules únicamente si estaban partidos a la mitad. Sus comidas favoritas eran el paté de champiñones, el sushi y los huevos revueltos. Agradecía siempre unas gotas de cerveza. Todos los días le preparábamos dos comidas calientes, que degustaba con precisión quirúrgica, extrayendo antes que nada los bocados más grasosos. Era demasiado simpático para desprendernos de él.

Colin le construyó una casa de cinco pisos, de madera y tela de gallinero, y se la amueblamos con los cojines del sofá que había destrozado. El señor T remozó su casa compulsivamente, haciendo jirones los cojines y metiendo trocitos de relleno en los huecos de la tela de gallinero. A veces se me acurrucaba bajo la palma de la mano y sacaba la nariz por la V que se forma entre el pulgar y el índice. Si yo intentaba apartarme, se aferraba a mis dedos con sus garras rosadas de palmas pegajosas. 

Empecé a notar que Hong Kong no sólo hervía de seres humanos, sino de otras criaturas: el capullo de mariposa nocturna gigante en la esquina de un edificio de oficinas, el pájaro posado en el asfalto frente a una relojería, los perros callejeros que patrullaban el barrio detrás del edificio donde estaba nuestro apartamento. Una tarde, después de ver a uno de los mugrientos primos del señor T en el mismo callejón donde lo encontramos a él, me di cuenta de que la división que hemos establecido entre los animales socialmente aceptables y los que consideramos repulsivos resulta de lo más arbitraria. 

Mientras el señor T nos robaba día tras día el corazón, por primera vez en la vida Colin y yo nos identificamos como padres. Mi esposo era un papá razonable y generoso; yo, una mamá neurótica y quisquillosa. 

Colin intentaba ver el mundo a través de los ojos del señor T, así que, cuando comprendió lo mucho que le gustaba su privacidad, le agregó a su casita una puerta de madera maciza y, para que no se resbalara en las rampas, les pegó papel de lija adhesivo por encima. Mientras tanto, yo me había obsesionado con la salud del señor T, y temía que cada una de sus siestas o cada intento fallido de trepar a la mesa del café fuera indicio de una enfermedad terminal. 

Me di cuenta de que nuestro mundo se estaba adaptando a las necesidades del señor T, y eso me encantaba. Colin y yo dejamos de salir a cenar con tanta frecuencia y empezamos a pasar las veladas en nuestra sala, mirando radiantes de orgullo al señor T llevar muy serio manzanas y calcetines hasta su casa. Algunas noches nos quedábamos en el sofá hasta las 2, 3 o 4 de la madrugada, esperando a que el señor T, de hábitos nocturnos, se despertara y bajara. 

 



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